Este día es el día del silencio: la comunidad cristiana vela junto al sepulcro. Callan las campanas y los instrumentos ya que es día para profundizar, para contemplar. El altar está limpio y despojado de todo ornamento. El sagrario, abierto y vacío.
La Cruz sigue entronizada desde ayer Viernes, signo central del día. Permanece iluminada, con un paño rojo, con un laurel de victoria. Dios ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad.
Durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, su descenso a los infiernos, y esperando su resurrección en oración y ayuno.
La Iglesia se abstiene del sacrificio de la misa, quedando por ello desnudo el altar hasta que, después de la solemne Vigilia o expectación nocturna de la resurrección, se inauguren los gozos de la Pascua, cuya exuberancia inundará los cincuenta días pascuales.
En este día se omite la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos festivos. Pero desde la mañana nos unimos en oración con la Liturgia de las Horas. Orando desde la primera hora del día reconocemos que el tiempo solamente pertenece al Señor y esperamos el inicio de la noche de Pascua, la única que conoció los misterios de la salvación.
Salmos, oración y lecturas nos ayudan en este día, ocupado por el descendimiento de Cristo a los infiernos.
Señor, llegue hasta ti nuestra plegaria, para que nos purifiques de nuestras culpas.
En el día de tu manifestación no tengas que reprocharnos por nuestros pecados, sino que te manifiestes benévolo en el juicio a quienes has perdonado durante su vida.
Acepta nuestra oración en este tiempo de peligro, y haz que, por tu poder, se cumpla tu victoria sobre el pecado, el dolor y la muerte.
Por tu misericordia, Dios nuestro, que vives y todo lo gobiernas, por los siglos de los siglos. Amén
Entonces tú serás la última palabra, la única que permanece que jamás se olvida.
Entonces, cuando todo calle en la muerte y haya aprendido y sufrido todo, entonces comenzará el gran silencio, dentro del cual solo tú resuenas, tú, palabra por los siglos de siglos.
Entonces todas las palabras humanas se habrán embotado; y el ser y la sabiduría, el conocimiento y la experiencia serán una misma cosa: «Conoceré como soy conocido», entenderé lo que siempre me has dicho: a ti mismo.
Ninguna palabra humana, ninguna imagen ni concepto volverán a interponerse entre tú y yo.
Tú mismo serás la palabra del júbilo, del amor y de la vida que llena todos espacios de mi alma.
(Karl RAHNER, Palabras en silencio. Oraciones cristianas. 1981)